El caso de Mary Mallon, la cocinera considerada la mujer "más peligrosa de Estados Unidos"
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Desde siempre, ser cocinero y preparar comida para otros implica identificarse con los parias y los degenerados. Ya en la Antigua Roma, e incluso en época tan reciente como los momentos previos a la Guerra de Secesión estadounidense, los cocineros eran esclavos. En la Europa y los Estados Unidos de principios del siglo XX, los cocineros eran gente de baja estofa, huraña y poco saludable que se tiraba horas sudando la gota gorda en espacios sin ventilación. Estaban mal pagados, mal alimentados y muy poco apreciados: sus crueles amos eran tiranos, déspotas, megalómanos, oficinistas tacaños o guardias brutales.
Los cocineros tendían, como hoy, a empinar el codo más de la cuenta. Y por lo general morían jóvenes, con el hígado tumefacto por el alcohol, los pies aplastados, las manos callosas, el rostro demacrado y los pulmones recubiertos por el sedimento de años y años de inhalar humo, grasa en suspensión y aire contaminado. Tenían el cerebro frito por el calor, la presión y el esfuerzo de reprimir arrebatos de ira y frustración, y el sistema nervioso deteriorado por los súbitos cambios de humor que les sobrevenían con cada turno. Sudaban y se afanaban a destajo, en la penumbra, mientras ponían a caer de un burro a sus clientes, a sí mismos, a sus subordinados y a sus malvados amos. Maldecían al mundo exterior por obligarlos a bregar como bestias, por forzarlos a plegarse una y otra vez a la voluntad ajena. Por existir.
Y, sin embargo, casi siempre eran gente orgullosa. Entonces, como hoy, los cocineros ya tenían muy claro que los de "ahí fuera" —es decir, los que vivían al otro lado de las puertas batientes de la cocina, los que tenían casa propia, los que salían a cenar o iban al teatro un sábado cualquiera, los que tenían vacaciones pagadas y veían a sus seres queridos más que unas míseras horas a la semana— estaban hechos de otra pasta. Los civiles, y esto lo saben todos los cocineros, disfrutan de la vida de otra forma y, lo que es igual de importante, con otro horario. Las reglas que rigen sus vidas también son diferentes. Y así como los cocineros no alcanzan a ser comprendidos por los de "ahí fuera", tampoco ellos entienden a la gente corriente; ni pueden entenderla ni lo harán nunca. Para quienes han pasado la mayor parte de su vida inclinados sobre una freidora o una parrilla, el universo del asalariado que trabaja de nueve a cinco —o el del propietario, o el del típico comensal de un restaurante, o el de sus respectivos jefes— resulta del todo incomprensible. Como apunta el escritor Michael Ruhlman, a los cocineros no les cabe en la cabeza que otros puedan vivir así, rodeados de tanto lujo, sin reglas claras. "Menuda calamidad", se dicen. Menudo desperdicio. Lo ven como algo aterrador y caótico. Porque "ahí fuera" las cosas simplemente no parecen funcionar como es debido.
Para un cocinero, el orden que reina en una cocina, por calurosa, angosta y anárquica que sea ésta, garantiza un entorno absolutamente seguro. El chef es amo y señor, el líder supremo. La comida siempre se sirve a su hora. Los platos fríos se sirven fríos. Los platos calientes se sirven calientes. Nadie llega tarde. Nadie llama para decir que está enfermo.
Vamos a repetirlo: nadie llama para decir que está enfermo. Nunca.
Más allá de su cocina, para un cocinero el mundo es un lugar imperfecto: una fuente constante de decepción, un escenario plagado de pequeñas traiciones que amenazan continuamente con invadir su propio territorio. Porque los cocineros somos criaturas territoriales. No hay milicia serbia ni perro rabioso capaz de defender su territorio con la ferocidad con que el cocinero protege su puesto, aunque parezca que está como una cabra. Sin embargo, la mise en place, el conjunto de tareas que nos garantiza esa sensación general de que las cosas son como deberían ser —de que estamos preparados para cualquier eventualidad— no obra su magia más allá de las puertas del establecimiento. No, "ahí fuera" es un lugar extraño y terrible donde las cosas siempre suceden, o no suceden, de un modo impredecible e impensado.
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Mary Mallon, la mujer que para su eterno disgusto llegó a ser conocida como "María Tifoidea", era cocinera. A lo largo de los años se han vertido ríos de tinta sobre la señora Mallon. Se han escrito artículos sensacionalistas, obras de teatro y obras de ficción, así como las previsibles reevaluaciones feministas que nos la pintan como la afligida víctima de una sociedad racista, insensible y sexista, empeñada en amargarle la vida a aquella buena mujer, como si su persecución y encarcelamiento hubieran obedecido a la artimaña de unos neandertales enemigos de las políticas de género que buscaban atajar con una solución rápida un vergonzoso problema de salud pública. Como fuere, el caso es que hay algo de verdad en esas caracterizaciones. A fin de cuentas, era mujer. Era irlandesa. Era pobre. Y en 1906 mencionar en un currículum estas características no iba a llevarte por la vía rápida a la Casa Blanca, ni a la sala de juntas de ninguna corporación, ni mucho menos a un palco en la ópera.
En cualquier caso, Mary Mallon era cocinera por encima de todo. Y su historia es, por encima de todo, la de una cocinera. Aunque esto no ilumine todos los aspectos peliagudos de su vida, sí explica muchísimas cosas. Además, que yo sepa, su historia aún no se ha contado desde esta perspectiva.
Hay muy pocos documentos históricos fiables de la vida de Mary, y no ha sobrevivido casi ninguna declaración suya. Para colmo, los relatos de la época y de otras personas involucradas, tanto directa como indirectamente, suelen ser interesados, incompletos, sensacionalistas o del todo equivocados. Y muy pocos de ellos, si es que en realidad hay alguno, tienen en cuenta la perspectiva que ofrece su oficio de cocinera.
En lengua inglesa contamos con una versión excelente, minuciosa, exhaustiva y sagaz de la historia de Mary:
Sobre el autor y el libro
Anthony Bourdain nació en Nueva York en 1956. Con 44 años, siendo chef de la Brasserie Les Halles, publicó Confesiones de un chef y transformó para siempre el género de la literatura gastronómica, al exponer el lado oculto de la industria y dotar de un estatus casi mítico a los profesionales de la cocina. A estas memorias les siguieron varios libros. Sus programas televisivos, como La vuelta al mundo con Anthony Bourdain, lo convirtieron en una figura mediática de primer orden, famosa por su visión honesta de la gastronomía y las culturas del mundo. Se quitó la vida el 8 de junio de 2018 en la localidad francesa de Kaysersberg-Vignoble. Tenía 61 años.
En El curioso caso de Mary Mallon (Gatopardo Ediciones) Anthony Bourdain relata a modo de true crime la historia de la cocinera que llegó a ser conocida como "la mujer más peligrosa de Estados Unidos". Como tantos irlandeses, Mary Mallon había llegado al Nuevo Mundo huyendo de la hambruna que asolaba su país natal. En una Nueva York dispuesta a convertirse en la mayor metrópolis mundial, trabajó noche y día en espacios insalubres, labrándose una merecida fama de cocinera hábil y eficaz que la llevó a servir a algunas de las familias más pudientes de la ciudad. ¿Cómo, entonces, acabó siendo considerada "la mujer más peligrosa de Estados Unidos" y desterrada a un islote apartado de la Gran Manzana?
Anthony Bourdain narra la caída en desgracia de Mary Mallon, una historia que incluye persecuciones, contagios y epidemias, magnates de la prensa dispuestos a manipular la opinión pública y una mujer sola, enfrentada a la maquinaria burocrática, que tuvo la mala suerte de ser portadora de la fiebre tifoidea en una época en que la enfermedad mataba a miles de personas. Y, por encima de todo, compone una carta de amor a la profesión de cocinero.
Mi propósito es muy distinto. Soy chef, y lo que me interesa es narrar la historia de una cocinera orgullosa —y muy capaz, según todos los testigos— que, al menos al principio, se vio a merced de fuerzas que ni entendía ni podía controlar. Me interesa su vivencia solitaria y atormentada, la de una mujer inmersa en un mundo masculino, siempre en territorio hostil, que con frecuencia se ve forzada a poner pies en polvorosa. Y me interesa la negación: los recovecos que Mary, y muchos de nosotros, encontramos para esquivar lo obvio; las patrañas que nos contamos para sobrevivir al día a día; las cosas que hacemos y decimos para poder seguir adelante, para levantar nuestros doloridos cuerpos de la cama a diario, para vestirnos y salir de nuevo a trabajar, a menudo en cocinas donde nos sojuzgan los efluvios de las ollas, el ajetreo del entorno y la atmósfera asfixiante.
Cuando empecé a leer sobre ella, sólo sabía que era una cocinera que se había metido en líos. Pocos, al parecer, conocían su verdadero nombre. "María Tifoidea", el apodo con el que se la recuerda, es ahora un peyorativo multiusos, un sambenito que viene a significar alguien con malas intenciones, que infecta a otros por capricho; un mote que retrata a una mujer tan repugnante, desagradable y contagiosa que destruía todo lo que tocaba. Si le preguntas al primero que te encuentres quién fue María Tifoidea, te dirá que era portadora de la peste, la persona responsable de envenenar y matar a miles de sus congéneres.
De hecho, como pronto descubrí, el recuento total de víctimas de Mary —a lo largo de su carrera, y eso según los cálculos de su más acérrimo e inclemente perseguidor— ascendió a treinta y tres personas infectadas, con sólo tres muertes confirmadas. Sin embargo, con toda probabilidad hubo algunos casos sin contabilizar en los que Mary tuvo algo que ver… porque, Dios la bendiga, ¡a menudo trabajaba en negro!
Así pues, al comenzar este proyecto yo no sabía gran cosa y pronto me encontré rebuscando en colecciones polvorientas, en bibliotecas y archivos. Admito que investigar fue divertido. Como Mary, he pasado buena parte de mi vida adulta encerrado en diversas versiones de una cocina profesional de 7,5 x 3 metros cuadrados, así que para mí fue toda una experiencia doctorarme en el arte de guardar silencio, sentado en una silla. Me ayudaba saber que estaba escribiendo sobre una colega.
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Siempre me ha fascinado la historia de mi profesión. Años atrás, en la escuela de cocina, a mis compañeros y a mí nos encantaban las historias de François Vatel, el chef y maître francés que se suicidó atravesándolo con una espada por culpa de una entrega de pescado atrasada. Si bien admirábamos la gravedad con la que se tomaba su cometido, también pensábamos: "¡Menudo gañán! ¿Quién iba a cubrirlo al día siguiente en el trabajo?". Con sus monumentos y minaretes comestibles, fruto de la excéntrica ambición de combinar la arquitectura con las bellas artes y la preparación de alimentos, Carême llevó a varias generaciones de cocineros a todo tipo de excesos terribles y absurdos, y casi volvió locos a quienes intentaron emular sus caprichosas edificaciones. Todos nosotros, profesionales, hemos rendido culto a Escoffier, hemos memorizado sus recetas y empleado sus métodos, hemos escuchado y atesorado historias de aquel Gran Hombre y nos hemos grabado a fuego su imagen y los nombres de sus platos con la pasión de un devoto seguidor de Mao Tse Tung o de L. Ronald Hubbard. Y así como los estudiantes de Teología se saben de memoria los nombres de los apóstoles, nosotros conocemos los de los grandes del oficio: Point, Troisgros, Bocuse, Guérard, Robuchon, etc. Estamos al corriente de su descendencia, sabemos quiénes vinieron después, quién instruyó a quién y en qué cocinas, y nos reconforta saber sus nombres, porque eso pone nuestras propias vidas, nuestro cometido, en perspectiva; nos recuerda que formamos parte de algo más grande; que, por diminutos que parezcamos, somos engranajes de una gran máquina cuyas ruedas llevan girando siglos y siglos.
Una de las mejores partes de ser chef o cocinero es precisamente esa sensación de pertenencia a algo, el sabernos miembros de una sociedad grande y secreta. Sienta de maravilla saber que formas parte de una larga y gloriosa tradición de sufrimiento, locuras y excesos. Puede que no tengamos un apretón de manos secreto (aunque la mano callosa de otro cocinero comunica, al rozarte un instante, montones de información), pero compartimos un mismo idioma, costumbres y ritos tribales que nos son propios. Hay una estructura común, una comprensión gremial del mundo, una jerarquía, una terminología y una iniciación con las que todos estamos íntimamente familiarizados (tanto si cocinamos hamburguesas en un chiringuito en Bora Bora como si servimos caviar en lo alto del World Trade Center), y eso también nos reconforta.
Sin embargo, hasta hace muy poco, nuestro mundillo ha sido predominantemente masculino. En contraposición al dicho ignorante de que "la mujer y la sartén en la cocina están bien", en la cocina de un hotel o de un restaurante siempre se decía: "¡Ellas no tienen fuerza para levantar ollas pesadas!". (Es una lástima que yo jamás haya visto a ningún cocinero levantar ollas llenas sin ayuda; vale, hubo uno: lo llamábamos "el de la hernia".) También se decía de las mujeres: "¡No aguantan la presión!", "¡Son demasiado sentimentales!". ¿Quieres ver a gente delicada? Observa cómo regresa la comanda de una mesa de diez comensales, para que la vuelvan a calentar en una cocina llena de hombres a tope de curro. Te aseguro que no has visto tales llantos, jeribeques y rabietas desde que le soltaste un soplamocos a tu hermano pequeño y le robaste su peluche favorito.
El recuento total de víctimas de Mary —según su más acérrimo perseguidor— ascendió a 33 personas infectadas, con sólo tres muertes confirmadas
Sea como sea, en los anales de la cocina profesional hay muy pocos nombres de mujeres. Me viene a la mente el de Catalina de Médici, aunque ella no cocinaba. Sin embargo, cuando se mudó a Francia fue lo bastante inteligente como para llevarse consigo a algunos cocineros italianos. De no haber sido así, los franceses aún estarían espesando las salsas con miga de pan y desgarrando la comida con dagas y las manos desnudas.
Ojo, eso no quiere decir que las mujeres no trabajaran como cocineras. No, lo más probable es que siempre, en cualquier momento de la historia, haya habido más mujeres que hombres en la cocina. Es sólo que lo hacían en casas particulares, en pequeños bistrós, en carnicerías parisinas, en instituciones. Se mantenían más cerca del rol tradicional del cocinero profesional de la época romana; léase, eran esclavas. O casi. Cocinaban, las más de las veces, solas. Las cocineras domésticas del siglo XIX y principios del XX no solían trabajar en equipo (tendencia que por desgracia se refleja hoy en la figura aislada de la pastelera en un restaurante cuya cocina es, por lo general, exclusivamente masculina). No disfrutaban de la camaradería, ni compartían las travesuras de la cocina de restaurante. No contaban con ayuda ni compañía: nada de salseros, grillardins, entre-métiers, poissonniers, garde-mangers y plongeurs que les echaran una mano en su desempeño. Rara vez había un chef o un sous-chef que se interpusiera entre ellas y sus amos, ni contaban con nadie que las protegiera de los caprichos y deseos irracionales de sus clientes.
Mary perteneció —si es que llegó a formar parte de algo— a un movimiento muy diferente, marcado por el hambre, la migración y la agitación social: un parteaguas histórico que expulsó a millones de mujeres de su tierra natal, apartándolas de sus roles tradicionales, obligándolas a cruzar el charco para encadenarse al solitario negocio de la servidumbre doméstica.
En varios puntos bajos de mi larga y accidentada carrera, he experimentado lo que se siente cuando el orgullo por lo que uno hace —el amor por la cocina, la fe en la propia destreza— empieza a desvanecerse, y sé la dejadez que puede derivar de todo ello. Por suerte, en mi caso, esos días quedaron atrás. Tuve una segunda oportunidad. Mary nunca la tuvo.
¿Por qué siguió cocinando cuando tenía todas las razones para creer que estaba propagando una enfermedad potencialmente mortal?
Saltando de un trabajo a otro, con un sueldo pésimo, sin seguro médico, sin poder coger la baja, sin vacaciones pagadas, faltas un día al trabajo y vuelves a las andadas... y vas a dar a otra cocina sucia, mal equipada... sin la menor esperanza. Te armas de paciencia, aguantas simplemente para poder seguir al pie del cañón. Las pequeñas y sencillas alegrías de un plato de sopa hecho a la perfección, de un guiso rústico, de un delicioso filete de pescado en su punto desaparecen y con el tiempo acaban siendo reemplazadas por una ojeriza latente, por un resentimiento reprimido, por una rabia que te hierve y te quema las tripas, una y otra vez, como un reflujo. Empiezas a hacer montañas de granos de arena: naderías como la forma en que el jefe chasquea los labios húmedos al probar la sopa, o la nube acre que mana de la plancha, o el tufo a manteca rancia, o los efluvios de la grasa de cordero acaban convirtiéndose en el nexo de todos los males e injusticias de este mundo.
Ahora ya da igual si has cocinado bien en el pasado, si has trabajado en casas de ricos, en grandes residencias o en grandes cocinas, si has visto las pirámides o has bailado desnudo bajo la luna. Nadie da un duro por ti.
"Manos sin lavar, ceniza de cigarrillo, un pollo asado tirado en el suelo sucio de la cocina y recuperado al instante... todos hemos pasado por eso"
Cuando antes girabas la cabeza para toser, ya no lo haces. ¿Y qué hay de lavarte las manos después de ir al baño? A lo mejor. Si tienes tiempo, vale, pero te la trae floja. La gente que come tu comida se acaba de convertir en una pura abstracción. Con o sin tos, sabes que mañana volverán, quizá para el primer turno, o para el bufé libre. Manos sin lavar, ceniza de cigarrillo, un pollo asado tirado en el suelo sucio de la cocina y recuperado al instante... todos hemos pasado por eso. Sí, tú, yo y Mary.
La pregunta central al examinar la carrera de Mary Mallon, cocinera, es siempre ésta: "¿Por qué siguió cocinando cuando tenía todas las razones para creer que estaba propagando una enfermedad potencialmente mortal?". Aquellos de vosotros que habéis trabajado en bares de mala muerte, en cafeterías, en restaurantes en quiebra o de capa caída, o en servicios de cáterin, ya sabéis la respuesta. No os culparé si no queréis admitirlo. Pero conocéis la "regla de los tres segundos".
¿Verdad que sí?
Los cocineros trabajan incluso cuando están enfermos. Siempre ha sido así. En la mayoría de los empleos, si no trabajas, no cobras. ¿Que te has despertado con mocos, la nariz goteando y dolor de garganta…? Pues nada, al lío. Acabas la jornada. Te envuelves una toalla al cuello y haces lo que haga falta para salir adelante. Es un orgullo trabajar enfermo y dolorido. Para colmo, en el paranoico orbe de la realpolitik culinaria, tiene todo el sentido del mundo. Porque si no te presentas a trabajar, alguien te sustituye: un compañero cocinero que ya está hasta arriba de curro y ahora asume tareas adicionales, o peor aún, un extraño, un intruso, un desconocido que bien podría considerarse mejor que tú, o que tal vez no llame como tú para decir que está enfermo en un futuro próximo. Cuando trabajas en un lugar que no sirve alta cocina, lo más probable es que lo primordial sea contar con una espalda robusta y una nada despreciable capacidad de aguante, porque a menudo un chef o propietario rechaza al más habilidoso para elegir al más fiable.
Cabe apuntar que Mary se sentía bien. Era fuerte.
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Era tenaz. Podía soportar lo que le echaran, y estaba orgullosa de su resistencia. Lo dio todo y siguió adelante, y cuando al cabo de un tiempo le dijeron que parara, no hizo ni puñetero caso y siguió erre que erre. Uno se ve definido por su trabajo. El trabajo nos exime de nuestros pecados, nos absuelve de nuestros excesos y de nuestras faltas. A veces, ser capaces de seguir al pie del cañón por mucho que estemos agotados, enfermos o al borde del colapso es todo lo que tenemos para mantener la fachada que nos hemos forjado.
Al igual que Mary, he trabajado para clientes privados. Por poco tiempo. Si me hubiera quedado, si mi jefe me hubiese pedido una vez más "una tortilla sólo de claras, sin mantequilla ni aceite en la sartén", seguramente le habría agarrado el cráneo y habría apretado hasta que se le salieran los ojos de las órbitas como bolas de pachinko. ¿Y de haber trabajado en la casa de un patán rico allá por 1906? Lo habría asesinado en su cama, con el primer objeto contundente que tuviera a mano. Nunca fui lo bastante duro como para soportar lo que soportó Mary. Soy demasiado sensible; no habría podido aguantar la presión y dudo mucho que hubiera podido levantar ollas pesadas yo solo.
Mary aprendió el oficio con el tiempo, como la mayoría de nosotros. Observó, esperó, ascendió poco a poco, desde abajo. Repitió las mismas tareas una y otra vez. Cuando se echa a perder un buen cocinero, un cocinero orgulloso, sucede algo terrible, es una catástrofe. Entonces el orgullo y la capacidad se tornan en amargura y dejadez. Entonces las fuerzas externas trastocan el deseo de bordar tu trabajo y te roban el placer de hacerlo. Es algo horrible. Es espantoso cuando te sucede a ti. Eso es lo que le sucedió a nuestra cocinera, Mary Mallon.
Intentemos no tenérselo en cuenta.
El Confidencial